lunes, 10 de enero de 2011
La Morocha
A esa noche de febrero sólo le faltaba llover.
El cielo se cubría de densas nubes negras y el aire se cortaba con gillette.
Adentro el humo llenaba el lugar de brumas y el sudor se podía respirar.
Los bailarines, se colgaban unos de otros como pesados muñecos de trapo, al candente ritmo del 2 por 4.
Frisco los miraba, sin prestarle atención, como si estar en ese lugar no tuviera mucha importancia, como si se hubiera depositado en una silla porque no tenía nada mejor que hacer.
En un momento algo le llamó la atención, en la pista una linda mujer, había hecho su aparición.
Su sensual cabellera negra flotaba de manera hipnótica, y la candencia de su cuerpo fijaba las miradas de todos en sus redondos glúteos y su rosado pecho.
Frisco apuro el vaso, agitó la muñeca del reloj de oro y se paró, no le hubiera gustado perderse a la única mina que valía la pena en el lugar.
Fue hasta la pista con paso seguro y arrojo violentamente al borracho que sostenía a la Morocha, la tomó por la cintura y la guío lenta, pero firmemente por la pista.
Todos los demás volvieron a tratar de agarrar los restos que quedaban, si ese hombre había puesto las manos en esa mujer ya no había nada que hacerle.
Después de unas copas y compases, huyeron antes de la media noche, con sabor a vino fino en la boca, y con lento bambolear de etílico se subieron al auto.
Como es natural al llegar a la casa de la Morocha (ella había insistido sobre el particular), se tomaron un champán que a Frisco le sabió un poco amargo, pero que mas daba, en ese momento solo le interesaba llevársela a la cama, cosa que logro unos minutos mas tarde.
Un rayo de sol le hirió al hombre sus ojos cerrados, lánguidamente los abrió y un poco aturdido consulto su reloj, eran más de las doce.
Perezosamente observo el cuarto, palpando el amargor que se empecinaba en apoderarse de su boca.
Había un desorden que el no recordaba en todo el cuarto y un rojo sangre inundaba la cama, y un gran manchón bermellón coronaba el respaldar.
Un ruido sordo y seco llegaba desde todo la casa, y de pronto se vio invadido en el cuarto por uniformes azules y pistolas negras apuntándolo.
Entre su adormecimiento, horror y estupefacción lo arrastraron semidesnudo hasta el living, donde le preguntaron cosas como ¿Quién era la mujer?, ¿Por qué disparo?, ¿Qué había hecho con el cuerpo?, cosas a las que Frisco era incapaz de responder, no tenia la menor idea de que le estaban hablando, sólo recordaba los vagos rasgos de la Morocha y su cuerpo caliente meciéndose bajo él.
Como habría de esperarse, luego de un exhaustivo interrogatorio que incluyó gritos y un par de golpes correctivos, lo metieron en un patrullero, y con la mirada resignada se apoyó en el vidrio a observar a los curiosos vecinos que se agolpaban en torno a él, agradeciendo el espectáculo gratis que les daría tema de hablar a la noche con su familia, cuando vieran la noticia en el noticiero vespertino.
De pronto y casi imperceptiblemente vio entre el gentío a la Morocha que le sonría, para darse media vuelta y perderse bajo el pesado sol.
Con desesperación empezó a gritar, a llamarla, a decirle a los canas que la buscaran, que ahí estaba, que ahí se iba.
Lo único que recibió fue una bofetada y un cállate, que ya hiciste bastante, deja a la mina que descanse en paz.
Entonces se calló, comprendió que todo había sido una trampa, ¿Quién?, ¿Cómo? y ¿Por qué?, jamás lo sabría y aunque lo intuía, fueron demasiados los años que se comió en la cárcel, como para que al salir, le dieran ganas de vengarse.
martes, 4 de enero de 2011
Ropa suelta
La ropa flotando en el balcón, sin un cuerpo que la moldee, me parece tan solitaria.
Están ahí, a merced del viento que la mueve, esperando que alguien las llene, les de vida.
Yo las miro en su deambular hipnótico, colgadas de una soga que aparece invisible a mis ojos y así pasan los minutos, sin que nadie venga a rescatarlas para de seguro encerrarlas en un cajón donde esperaran pacientemente la salida matinal.
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